Cronología: 1803

Dimensiones: 298 x 208 mm

Procedencia: Real Academia de la Historia GA/1803


La preocupación por el patrimonio monumental es perceptible ya en el mundo romano, donde los poderes públicos dictaron diversas disposiciones para protegerlo, evitar el expolio y regular los hallazgos. En una primera época, tratando de evitar la sustracción de materiales y piezas arquitectónicas por particulares y negociantes (negotiatores). Más tarde, defendiendo ese patrimonio de la incuria y codicia de los mismos prefectos y autoridades municipales, con ocasión del desmantelamiento de edificios y de la ruina de monumentos. Diversos senadoconsultos y constituciones imperiales se ocuparon así del patrimonio documental, y ejemplo de ello es una importante Constitución de Mayoriano del año 458, poco antes de la caída de Roma y de la desaparición del Imperio de Occidente.

En los tiempos modernos encontramos manifestaciones de esa política protectora del acervo monumental, tanto en Europa (creación por el papa Pablo III del Comisario delle Antichitá en 1534; varios edictos de reyes escandinavos; primera ley de protección del patrimonio en Portugal en 1721, etc.), como en España, con algunas ordenanzas municipales como la de Talavera la Vieja en 1578. Pero será necesario esperar a la segunda mitad del XVIII cuando, como consecuencia del influjo de la Ilustración, tome cuerpo jurídico, sistemático e institucional, esa preocupación por mantener el legado monumental y transmitirlo en condiciones adecuadas. Así, en la Francia Revolucionaria de fines de siglo, y en otros países, se dictaron numerosas medidas protectoras del patrimonio arqueológico y artístico, y consecuencia de ello será la creación de los Museos Nacionales o la dotación de cátedras con objeto de enseñar la arqueología monumental.

En España, la aparición de la legislación protectora del Patrimonio Histórico tiene mucho que ver con la creación por Fernando VI de la Academia de Nobles Artes, que desde 1773 se llamará de Bellas Artes de San Fernando, encomendándose luego el cuidado y gestión de estas tareas a la Real Academia de la Historia. Iniciado el siglo XIX contamos con una Resolución de Carlos IV de 24 de marzo de 1802 y la Cédula de 6 de julio de 1803, recogidas en la ley III, título XX, libro VIII, de la Novísima Recopilación. A partir de entonces, y ya en el siglo XX, los hitos principales de esa política tuitiva serán la Ley de Excavaciones de 7 de julio de 1911, en el gobierno de Canalejas; la Ley de 13 de mayo de 1933, inspirada por Fernando de los Ríos en la Segunda República; y la más reciente Ley de Patrimonio Histórico Español de 25 de junio de 1985.

La Cédula de 6 de julio de 1803 tuvo como génesis un oficio del ministro ilustrado Mariano Luis de Urquijo, quien, preocupado por el hallazgo y saqueo de ciertas antigüedades romano-hispanas en Baza en junio de 1800, pidió a la Academia de la Historia que se ocupara de ello y propusiera lo que estimase oportuno. La Academia presentó así, cinco meses después, un plan general y unas reflexiones, aprobadas por el monarca el 30 de enero de 1802, que fueron comunicadas por el ministro de Estado Pedro Cevallos al Consejo de Castilla, a fin de que este organismo las transmitiera a prelados, cabildos y corregidores del Reino. A partir de ahí se solicitó a la Academia de la Historia que redactara una Instrucción, a la que dio fuerza legal la Cédula. Es de tener en cuenta que, siguiendo el procedimiento al uso, las disposiciones elaboradas por el Consejo Real o Consejo de Castilla eran presentadas al rey mediante consulta, respondida por el monarca a través de decreto o resolución que, siendo favorable, da lugar a una Real Provisión o Cédula, la cual es firmada por el rey, con lo que obtiene su promulgación.

La Cédula de 6 de julio evoca aquel encargo hecho a la Academia de la Historia, y la preocupación por el reconocimiento y conservación de los monumentos antiguos. A continuación figura la Instrucción que la Academia redactó, la cual se inicia con una descripción pormenorizada y detallista de qué se entiende por monumentos antiguos. Pasa luego al régimen jurídico de la propiedad que se otorga a quienes los hallen “en sus heredades y casas”, o a quienes los descubran “a su costa y por su industria”, quedando en custodia de magistrados o justicias si hubieren sido descubiertas en territorio público o de realengo. En todo caso, había de notificarse a la Academia de la Historia para su conocimiento y efectos oportunos, instándose la colaboración de las autoridades eclesiásticas, lo que parece una advertencia muy adecuada dado el volumen e importancia del patrimonio de la Iglesia. Por lo demás, los descubridores de monumentos son instados a que tomen las medidas oportunas para asegurar su localización y posterior reconocimiento.

La Instrucción, y con ella la Cédula, concluyen exhortando a las justicias de los pueblos para que velen por el mantenimiento del patrimonio y encareciendo el papel de la Real Academia de la Historia a la que incumbe adoptar las providencias necesarias para su conservación.


Bibliografía: Maier Allende, Jorge, “II Centenario de la Real Cédula de 1803. La Real Academia de la Historia y el inicio de la legislación sobre el Patrimonio Arqueológico y Monumental de España”, Boletín de la Real Academia de la Historia, CC, 2003, 439-473; Escudero, José Antonio, “Real Cédula de 6 de julio de 1803”, Corona y Arqueología en el Siglo de las Luces, Madrid, 2010, 452-454